La contundencia en la expresión pudiera sugerirnos un pensamiento demasiado coagulado, rígido, al cuál quien así se expresa está agarrado emocionalmente por temor a perderse, pero ¡cuidado!, porque la fuerza expresiva también pudiera emerger al rescate de una presentida disolución e inseguridad constante, es decir, en alguien que ya se siente perdido.
No siempre parece conveniente pegarle con un martillo a una estructura fuerte; el hombre es más frágil de lo que parece, y si bien, lo he podido ver, también es capaz de navegar en barcas más chicas, es impredecible lo que ocurrirá si se le arroja al agua a quien no sabe nadar o está demasiado cansado para hacerlo. Lo mejor como siempre es no hacer nada con los pacientes ni con uno mismo, el proceso tiene su propia sabiduría, su propio modo, no hay como dice un koan que “empujar un río”.
Es preciso reconocer la violencia de la técnica, los peligros de la intervención, la maliga osadía del sanador. Lo primerísimo que un terapeuta tendría que hacer es “guardar su equipo” y abstenerse de “dar terapia”, el proceso no lo requiere tanto a él como su protagonismo quisera creer, y de hecho, lo que se requiere del terapeuta es que estando ahí no esté, porque sólo entonces el “daimon” de la terapia como tercer invitado se hará presente en su lugar.